En la nómina de los militares más influyentes en la historia de la humanidad, junto con Alejandro Magno y Julio César, aparece el nombre de Napoleón Bonaparte. Primer Cónsul de Francia, emperador, rey de Italia, guerrero, déspota; su vida estuvo marcada también por la crueldad, el poder, la gloria y, finalmente el infortunio. Quienes le han estudiado afirman que, al igual que en una conversación como en la guerra, era prolífico, plagado de recursos, rápido para discernir y enérgico para atacar el lado débil de sus adversarios.

Napoleón nació en la Isla de Córcega solo un año después de ser adquirida por los franceses en la Europa de 1769. Brillante matemático, ingresó a los 10 años de edad al sistema de educación militar francés. Cuando el idealismo revolucionario de aquella Francia dio paso al terror brutal de la guillotina, apareció con ese oportunismo excepcional que siempre le caracterizó; entonces, su carrera de ascenso al poder fue meteórica.

La Revolución Francesa irónicamente sirvió para que Napoleón acumulara más poder que la misma realeza; esa misma que el movimiento revolucionario había depuesto.

Invadió Italia y Egipto del 96 al 98 de aquel siglo XVIII. De héroe republicano, a monarca intocable. En 1804, al ser coronado emperador francés, empezaron 10 años de sangre para el continente; con ello, inició la decadencia del gran corso. Sus adversarios se unieron cinco veces para luchar contra él. La heroica defensa de España en 1808, y la invasión fallida a Rusia en 1812, marcaron su destino.

En 1814 Napoleón fue aniquilado por las fuerzas combinadas de Rusia, Prusia y Austria -la denominada sexta coalición- y, obligado a abdicar como emperador en Fontainebleau y confinado al exilio de Elba.

Elba solo fue una página camino a su fin. Waterloo, fue el epitafio del personaje que había tomado las riendas de la historia durante esos últimos quince años. Era el 18 de junio de 1815, era Bélgica; la derrota de Napoleón Bonaparte en aquella batalla selló su destino. Un mes después, los ingleses le condenaron al destierro y a la nada en la isla volcánica de Santa Elena. Vivió allí hasta su muerte. Tenía casi 51 años.

Como nadie, Bonaparte dominó a los fantasmas y demonios de la guerra para convertirse en uno de los hombres más odiados y admirados en la historia de la humanidad.

A lo mejor su gran error fue la ambición de fundar una dinastía de reyes en lugar de afianzar una República. Lo que se sabe de Bonaparte nos debe servir para saber que el poder es lo más efímero que hay en la vida. Los vaivenes de la existencia colocan a los seres humanos en situaciones a veces ventajosas; pero también, en otras apremiantes. Hasta nuestros días, desde la cúpula dorada de los inválidos, Napoleón Bonaparte sigue observando a Europa.

Como siempre ha sido y será, marcarán nuestro destino los aciertos y los yerros; los tiempos y las circunstancias; pero sobre todo, los amigos y los adversarios.

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